La ventana
Primero lo vi por la ventana. No puse mucha atención porque estaba en clase. Pero fue escalofriante. No esperaba verlo ahí después de todo este tiempo. Obviamente fingí que nada había pasado, me dije que no era nada, vamos hombre, te estás engañando, la vejez, los lentes, el cansancio, el calor, el estrés, el smog, cualquier excusa. Seguí dando la clase y mis alumnos seguramente pensaron, este viejo loco o algo sobre el alzheimer, raciocinios por el estilo que en realidad no me preocupan mucho. Ya me sé las mañas estudiantiles, quién sabe cuántos apodos tenga por ahí.
Algunos días más tarde me habló mi madre. No suele hablarme, no quiere molestar pero las cosas ya por allá no están tan fáciles. Las bombas salieron en la tele y a parte... la voz se le disolvió de pronto. El asunto se volvió un poco preocupante para mí, yo tan buen hijo, claro... y aparte, en la escuela, la ventana. Sí, era eso. Ya no estaba. Lo habían buscado por todas partes. Y no. Hasta Carolina había hecho que Mauricio ayudara con el obvio movimiento ineludible de muebles y cosas para buscarlo. Pobres. Todos en la casa estaban vueltos locos. No le dije nada a mi madre de lo del otro día y la ventana. No quería preocuparla más, yo tan buen hijo, claro...
Pasaron semanas, tal vez mes y medio, de angustiosa espera. Estaba disperso. Las clases terribles, claro. Decidí pedir exposiciones por equipo de último minuto bajo protestas que rayaban en lo atrabiliario. Mis uñas fueron las primeras en sentir la fuerza de mis preocupaciones, canalizadas a través de mis dientes. Las noches se me iban diluidas en televisión y alcohol barato. De repente un día lo vi otra vez, por mi ventana. Asomándose, viéndome con un aire incontenible de rabia mezclada con injusticia. Lo vi y me cubrí bajo las sábanas y colchas de mi cama.
No fui a clases ese día. Ni siquiera avisé. Y mi récord que no tenía mancha alguna se manchaba de ausencias. Como antes de venirme a la ciudad, cuando vivía con mi madre y yo era tan buen hijo, claro... Y luego las miradas de la gente y mi imposibilidad de no saltar ante cualquier reflejo sobre el agua o algún destello de luz en los vidrios de las estanterías. Mi madre, pobre, siempre preocupada, mirando cómo me tragaba lo obscuro de mi cuarto. Carolina apenas conocía a Mauricio y no tenía tiempo para mí, y yo siempre estuve algo celoso tengo que admitirlo. Sobre todo porque fue precisamente Mauricio quien sugirió que yo me fuera a la ciudad, para que me distrajera y diera clases y no estuviera asustando a la gente, y yo, tan buen hijo, claro, me fui obediente y di clases. Y todo iba bien. Pero luego, verlo otra vez por la ventana y que en mi casa no lo encontraran por ningún lado.
Y entonces, la llamada. Carolina sollozando, la voz de Mauricio y un aire a blanco esterilizado en el fondo. Mamá en coma, hay que ir para allá de inmediato. Pero no. Mejor no. Mejor me quedo aquí, porque yo me lo traje para acá. Y por eso ya no está en la casa. Que me venga a buscar. Yo me encierro otra vez en mi cuarto, como antes, para que deje de molestar a otra gente. Especialmente a mamá, tan buen hijo yo, claro. Claro, tan buen hijo yo.
Algunos días más tarde me habló mi madre. No suele hablarme, no quiere molestar pero las cosas ya por allá no están tan fáciles. Las bombas salieron en la tele y a parte... la voz se le disolvió de pronto. El asunto se volvió un poco preocupante para mí, yo tan buen hijo, claro... y aparte, en la escuela, la ventana. Sí, era eso. Ya no estaba. Lo habían buscado por todas partes. Y no. Hasta Carolina había hecho que Mauricio ayudara con el obvio movimiento ineludible de muebles y cosas para buscarlo. Pobres. Todos en la casa estaban vueltos locos. No le dije nada a mi madre de lo del otro día y la ventana. No quería preocuparla más, yo tan buen hijo, claro...
Pasaron semanas, tal vez mes y medio, de angustiosa espera. Estaba disperso. Las clases terribles, claro. Decidí pedir exposiciones por equipo de último minuto bajo protestas que rayaban en lo atrabiliario. Mis uñas fueron las primeras en sentir la fuerza de mis preocupaciones, canalizadas a través de mis dientes. Las noches se me iban diluidas en televisión y alcohol barato. De repente un día lo vi otra vez, por mi ventana. Asomándose, viéndome con un aire incontenible de rabia mezclada con injusticia. Lo vi y me cubrí bajo las sábanas y colchas de mi cama.
No fui a clases ese día. Ni siquiera avisé. Y mi récord que no tenía mancha alguna se manchaba de ausencias. Como antes de venirme a la ciudad, cuando vivía con mi madre y yo era tan buen hijo, claro... Y luego las miradas de la gente y mi imposibilidad de no saltar ante cualquier reflejo sobre el agua o algún destello de luz en los vidrios de las estanterías. Mi madre, pobre, siempre preocupada, mirando cómo me tragaba lo obscuro de mi cuarto. Carolina apenas conocía a Mauricio y no tenía tiempo para mí, y yo siempre estuve algo celoso tengo que admitirlo. Sobre todo porque fue precisamente Mauricio quien sugirió que yo me fuera a la ciudad, para que me distrajera y diera clases y no estuviera asustando a la gente, y yo, tan buen hijo, claro, me fui obediente y di clases. Y todo iba bien. Pero luego, verlo otra vez por la ventana y que en mi casa no lo encontraran por ningún lado.
Y entonces, la llamada. Carolina sollozando, la voz de Mauricio y un aire a blanco esterilizado en el fondo. Mamá en coma, hay que ir para allá de inmediato. Pero no. Mejor no. Mejor me quedo aquí, porque yo me lo traje para acá. Y por eso ya no está en la casa. Que me venga a buscar. Yo me encierro otra vez en mi cuarto, como antes, para que deje de molestar a otra gente. Especialmente a mamá, tan buen hijo yo, claro. Claro, tan buen hijo yo.