cuentos pellícanos

jueves, junio 03, 2004

El arnés

Hace unos meses una parte de mi mano fue almohada. Claro que no siempre fue así. Hubo un tiempo en el que el pulgar y el resto de la mano hacían una armonía inseparable. Pero durante unas semanas parecía haber una división, explícita e implícita a la vez, de rayas verdes y amarillas con fondo blanco. Esos días irme a dormir era casi regalo; cuando me levantaba siempre había un miedo de mirar mi mano y que ya no fuera almohada pero tampoco hubiera pulgar. De esto sólo sabíamos mi doctor y yo. Él insistió en compartir el hallazgo con la comunidad científica. No me extrañó para nada; desde que iba yo en camino al consultorio, había preparado un corto discurso bastante convincente de porqué no iba a compartir esto. Obviamente ahora, bueno, ya las aspiraciones del doctor son completamente imposibles.

El cambio de mano a almohada en sí, fue bastante paulatino. La primera vez fue una mañana de modorra, cansancio y dolor de espalda. Estaba viendo el reloj despertador con esa incredulidad que nos gana a todos cuando hay que levantarse. En ese momento, según yo, lo que creí observar en mi pulgar había sido uno de esos efectos visuales de cuando estás cambiando de enfoque. Y sí se me hizo raro que mi pulgar pareciera invadido por mi almohada, pero más que horror, el efecto tenía un cierto aire a chiste. Así que me levanté y olvidé por completo lo sucedido. Mi dedo estaba igual que antes al momento de quitarlo de la almohada, por eso mi preocupación, podríamos decir que no era mucha.

Pasaron los días, lentos como melcochas y felices como yo. Pero ya esa mañana no me fijé en nada. Salté de mi cama y me metí a la regadera con los ojos entrecerrados. Cuando tomé el jabón para untármelo felizmente y hacer burbujitas que tanto me gustan, noté que a mi pulgar se le había como adherido un pedacito de tela parecida a la de mi almohada. Casi no se notaba, pero yo soy muy minucioso a la hora de la regadera. Primero me imaginé que sería el efecto del vapor --siempre me han gustado los baños ardientes. Después de un rato de estarme tallando, me di por vencido, bueno, más bien el agua se estaba empezando a enfriar, y mejor me salí de la regadera.

En el trabajo nadie dijo nada. Son unos tontos todos, no ponen atención. No me extrañó para nada que hasta me dijeran alguna estupidez sobre lo bien que me veía. No tienen vergüenza. Cualquiera diría que están en vil automático. Ya después mis sospechas sobre su override se confirmarían. El caso es que para nada tuve problemas. Al regresar a mi casa el asunto se había agravado. No me pesaba mucho el dedo, porque ya se sabe que muy pesadas las almohadas no son, pero sí tenía una cualidad esponjosa nada natural. Decidí llamar al doctor. No me creyó mucho, pero yo insistí en que el asunto era de extrema urgencia y que en verdad tenía que verlo para que entendiera.

La visita fue reveladora. Para el doctor, obviamente, no para mí que ya me las olía. No puedo describir la sorpresa del médico. Claro que intentó tallarme, como si fuera una basurita y como si yo no lo hubiera ya intentado, cosa que le dije pero a la que no hizo caso. Así son los doctores, se creen más inteligentes nomás porque estudiaron miles de años en escuelas extranjeras y pasaron de alguna manera todos sus exámenes e hicieron dibujitos de los huesos. Lo que sí hay que reconocerles es el aguante para eso de la sangre, porque yo con ver unas gotitas se me empiezan a ir los aires y el alma se me va de viaje un ratito.

El doctor me dejó ir con una receta de pomada que a mí me pareció más placebo que medicamento. Como quiera me dispuse a seguir las instrucciones del médico, porque a mí me habían enseñado desde muy chiquito a hacerle caso a los doctores. Por alguna razón siempre me dejaba un sabor dulce en la boca. El problema es que mi horrible condición no sólo no mejoró con la pomada, sino que empeoró terriblemente. Y ahora en realidad no sé si la pomada era un placebo o el doctor me la dio para agilizar el proceso, aún obscuro para mí, por el cual mi dedo gordo se convertía en almohada.

Después de algunas llamadas al doctor, bastante histéricas debo confesar con algo de pena, quien seguía insistiendo en su posición pasiva y de no se preocupe es normal, el médico por fin aceptó verme de nuevo en su consultorio. La situación ahora era mucho más alarmante, mi dedo pulgar era una cosa bastante rectangular y pachoncita. En las noches para nada me quejaba, era sumamente cómodo dormir sobre mi almohada... pulgar. Pero de día, no era muy estético que digamos. Para colmo el doctor no tenía libre hasta las seis de la tarde, o sea que tendría que ir saliendo del trabajo.

Tuve que tomar el camión. En mi estado manejar hubiera sido terriblemente peligroso, así que me aguanté el asco que me provocan las masas chorreantes de sudor, toxinas y piel muerta, la repulsión que me causa el constante ruido de señoras gritando y niños berreantes, el calor y las ganas de llorar. Me subí tratando de fingir que llevaba una almohada cargando y que no era parte de mi mano. Soy bastante buen actor y la almohada no había crecido de manera deforme o con uñas, así que podía pasar bastante bien desapercibido.

Llegué al trabajo y al parecer algo se me había escapado porque había fiesta y era día de vestirse a la hawaiiana. Todos andaban con camisetas floreadas, brassieres de cocos y faldas de hojitas. Los pobres cargaban con su cara de felicidad fingida para caerle bien al jefe y andaban con la mentira del calor, porque todo el piso donde trabajo está siempre congelado por el clima que invariablemente, incluso en invierno, ponen en lo más frío. No se dieron cuenta de mi almohada, pero los imbéciles sí se dieron cuenta de que no estaba vestido como un ridículo y me miraban con cara de "ay, pobrecito, se le olvidó". Sinceramente, hasta la fecha me alegra muchísimo que se me olviden ese tipo de cosas y me precio de seguirlas olvidando. Me sirve como distinción de la plebe constantemente idiotizada.

Por fin se acabó el día, llegaron las seis y me fui bastante harto a la oficina del doctor. Cuando me recibió no lo dejé hablar y le lancé mi convincente discurso con todas las razones por las que no iba a compartir la vergonzosa transformación de mi dedo con un montón de científicos morbosos que me iban a ver como si fuera un adefesio, un error de la naturaleza. No podría soportarlo y el gasto en subsecuentes psicoanalistas y terapeutas no era en absoluto costeable. Pero el doctor, por su parte, ya tenía su propia perorata. Más que nada, su discurso incluía una suma bastante considerable de dinero mezclada con el bien de la ciencia y la humanidad. Sucumbí ante mi parte noble y me desprendí de mis propios intereses para poder traer un bien mayor al resto de los seres humanos. Aparentemente el doctor contaba con que yo iba a estar de acuerdo y había preparado una sala en la escuela de medicina para las siete de la noche.

El doctor estaba haciendo sus preparativos para salir del consultorio. Sólo faltaba que cerrara la ventana. De repente, una duda excepcional pasó por mi mente: ¿el dinero se me pagaría en cheque o en efectivo? Ya se sabe que los cheques luego siempre rebotan; sin embargo, estos días, los billetes falsos circulan por todos lados. Tal vez lo mejor sería que me abrieran una cuenta y me depositaran el dinero ahí. Volteé hacia el doctor, sin cuidado, sin fijarme, con la naturalidad de quien no tiene una almohada por pulgar. Golpeé al pobre hombre por la espalda y la almohada era ya tan grande y la fuerza con que volteé tan precipitada que no pudimos reaccionar ni él ni yo. El médico cayó por la ventana de su consultorio que estaba en el piso diecisiete del edificio. No quise ver cómo había quedado. La gente se agolpaba abajo. Por suerte la cita se había hecho con muchísima discreción y al parecer el doctor ya había tenido otros fiascos con la comunidad científica porque nadie se extrañó de que no hubiera llegado y hasta atribuyeron a su constante fracaso el evidente suicidio.

Yo sigo yendo a trabajar como si cualquier cosa. A veces pienso que tal vez la misión de mi almohada/pulgar era librar al mundo del doctor, porque esa misma noche regresó a ser el dedo que siempre había sido. La conciencia no me molesta. Para mí, todo el asunto es más una mezcla de destino, accidente y fatalidad. Ahora sólo me preocupa que de repente una mañana, alguna otra parte de mi cuerpo se convierta en otra cosa. Y ya. Por eso me compré este arnés que me mantiene suspendido sobre cualquier superficie cuando duermo. Nomás por si las dudas. No vaya a ser.