cuentos pellícanos

jueves, junio 17, 2004

The Stone

He felt vulgar when he picked up the stone. It was lying there, so conspicuously, so open to every single eye and yet it was only his own that had seen it. The whole of the circumstances made the fact unimportant, they rendered it useless and futile. But somehow, in the reflection of the sun's rays upon the almost crystal covering that made its way through the top of the rock, Terrance sensed an obligation to take it, to have it, to make it his.

He kept it in a cardboard box. During the first three weeks he opened it daily to look at his stone and admire the colors reflected from its crystalline top. He would stare for hours into the depths of the clear wall, imagining figures that held temporary, forgettable meanings in his mind. Then other things took over and the cardboard box would remain closed for days. Eventually dust and utter disregard covered it. When he moved out it was almost in a mechanical gesture that he packed it, without even opening it, among other objects he had also considered superfluous.

Time passed. He chose his wife. She didn't chose him. So he looked for another. And then he was chosen too. Her name was Lois. She had red plastic shining hair. Her high-pitched laughter broke through windows and glasses, dreams and sleep. She danced around the house, naked and smiling, making dinner with her breasts dripping small imperceptible sweat droplets into the stew. Her sense of humor was bizarre, as she often laughed suddenly without the least provocation, and never would she share her husband's cheer in one of his renowned witty comments. Terrance hated her. But something, he didn't quite know what, had compelled him to marry her, to make her his own.

They had a child. They named him Clay. He was a problem from the start. He would eat earth from the pots in the house or the park. Terrance was at first suspicious of the child, for his skin was a soft tan hue and both his parents' were milk in tone. This led to an immediate DNA test. But Clay was his son all right. Anyway, Terrance didn't really like him. He was a nuisance for his lifestyle and his aspirations in life. He hindered his ascent in his job, as he would suddenly mention embarrassing moments of the family's life during the now uncommon visits of important executives. He would cry abruptly at the touch of a visitor's wife and call her a fat walrus. But somehow, everything made sense. It just had to be that way. Terrance felt as if he was moved by something else. Whenever he had this feeling, he would try to fight the pushing force, but would always end up looking foolishly concentrated during dinner parties or christenings. He yielded to whatever force, if there really was something of the kind, and kept on going and going. Even though sometimes it seemed he didn't even think about the things that he did and the decisions he would make.

Time had flown by as it always does and Terrance was old now, wasted away, a disappearing shadow of what he once had been. As he lay taking in his last breaths he held the faded-color cardboard box and looked once more into the depths of the stone's crystal wall. It was then, dying in his bed, that he understood and the sudden clout of comprehension rendered him speechless. It had been the stone all along. He now knew it was but the path of the stone that he had followed. Its motives, its goal, escaped him. As he exhaled a final sigh, his eyes were set upon his son's, looking at the cardboard box with coveting regards, and sensed in Clay the same obligation to take the stone, to have it, to make it his, that he as a young boy had once felt.

Ξζ ЉζΞþĦ

No decidió ser escritor. Simplemente había nacido con una necesidad de poner las cosas en papel o en muro o en lo que fuera, pero ponerlas. Su escritura avanzó como todas. Su madre tuvo que poner papel en las paredes para no tener que lavarlas a diario de dibujos de crayón. "¡Miguel Ciervo!", le gritaba, "En cinco minutos viene la visita y tú rayando todas las paredes. ¿Qué me quieres volver loca?" Miguelito se le quedaba viendo con ojos cristalizados, de esos con los que las mamás no pueden enojarse. Al final lo llevaba a su cuarto, tapizado con papel, por supuesto, y lo encerraba ahí hasta que se acabara el té, el café, la reunión, la fiesta o cualquier cosa que estuviera pasando y a la que Miguelito no estaba invitado. A él no le importaba mucho quedarse en su recámara. Siempre y cuando hubiera crayones y papel, y siempre había, no pedía nada más. Bueno, a veces limonada o galletitas, pero nada más.

Su escritura era malinterpretada como dibujos. En realidad estaba en su fase jeroglífica. No tardaría mucho en pasar a ideogramas y luego, con ayuda de su madre, a comenzar a intentar trazos más definidos. Pero todo le venía corto, porque nunca podía escribir las historias que estaba pensando. Los dibujos no decían exactamente lo que quería decir y los nuevos trazos le eran insuficientes. Entonces, entró a la primaria.

Desde el principio Miguelito detestó leer. Miguelito no quería leer. Quería escribir. Escribir era muchísimo mejor porque se leía y se escribía al mismo tiempo. Leer era nada más leer y ya. Desde que entró a la primaria, Miguelito dejó de escribir las historias que inventaba. Pensó que sería más inteligente aprender perfectamente el arte de hacer bolitas y palitos y luego juntarlos para que fueran letras y luego juntar letras con otras letras para que fueran palabras y luego palabras con palabras para que fueran oraciones y luego oraciones con oraciones para que fueran párrafos y luego párrafos con párrafos para que fueran sus historias, que arrancarse a lo estúpido escribiendo cualquier babosada nomás por la emoción de que ya aprendió a hacer la be.

Para cuando llegó a quinto de primaria ya tenía dominado el arte de escribir. Más bien, tenía dominado el arte de la caligrafía. Su letra siempre era la más bonita. Pero por ahí de cuarto de primaria le presentaron a la sintaxis. No se la presentaron con ese nombre, de hecho no se la presentaron con ningún nombre. Nomás se la aventaron en la cara y él, que no sabía que había algo por el estilo, se quedó sorprendido de que para escribir se necesitara más que poder hacer las letras y juntarlas y... bueno, todo el proceso descrito antes. Pero desde que supo que iba a tener que sintaxear para poder escribir sus historias se metió de lleno.

Cuando acabó la secundaria, ya tenía todo lo que necesitaba. Llegó a la preparatoria y escribió como loco. Lo suyo eran los cuentos. Cortitos, así le gustaban. Quedó tan satisfecho. Se sintió un poquito más ligero, como si trajera piedras en la bolsa y de repente le quitaran una. Pero tenía muchas, muchas piedras en el bolsillo de su cabeza.

Todo escribió y en tres años ya tenía alrededor de 150 cuentos. Nunca se los había dado a leer a nadie, porque no sentía especialmente la necesidad de que nadie más que él los leyera, mientras los escribía claro. Pero el último año de preparatoria, Miguel (ya no le gustaba que le dijeran Miguelito) conoció a su maestra de literatura Laura Guadayejo. Hablaba muy bonito de lo que la gente escribía. Hablaba como Miguel escribía. Al menos eso pensaba él. Un día después de clase le dijo que él escribía y que, si no le importaba, le gustaría que leyera uno de los cuentos que había escrito. La maestra encantada, claro que sí, qué bueno que escribes.

Laura Guadayejo, en su casa, sacó su libro de Edgar Allan Poe. Después, en el salón, llamó a Miguel y le preguntó, con bastante aspereza, si aquello era una broma. Miguel estaba perplejo. ¿Una broma? ¿Porqué? ¿Tan malo era su cuento? Y no, su cuento, si así lo quería llamar, era muy, muy bueno. El problema, es que ya alguien más lo había escrito. Palabra por palabra, línea por línea, alguien más, ya había pensado y escrito su primera piedra. ¿Pero cómo? ¿El hombre que sentado veía una isla, cuando de repente un hada cruzaba volando? Pero si él la había dibujado cuando era chiquito. La maestra se le quedó viendo. ¿Nunca has leído a Edgar Allan Poe? ¿Él fue el que lo escribió? Sí. Y entonces Miguel vio luz. Tal vez este tal Edgar había visto su cuento y lo copió. No, Edgar Allan Poe, Miguel, está muerto. Desde hace mucho tiempo. Miguel, que nunca jamás había leído nada de alguien más se quedó mudo. ¿Todo ya está escrito? Sí, todo ya está escrito. Le contó rápido a la maestra de sus otros cuentos. La mano, amputada de un general, que cobraba vida, el hombre que escupía conejitos, el gato emparedado, el hombre pájaro que volaba para salvar a su princesa, el accidente automovilístico plagado de paréntesis, el hombre que recordaba todo, todo, el trío de hermanos retrasados que degollaban a su hermanita y la mujer que era inevitablemente víctima de intentos de violación por culpa de su madre. Cada vez que le decía cómo era la historia, la maestra decía rápido el nombre de algún autor que o estaba muerto o había escrito mucho antes que él.

Miguel se fue. Se fue del salón. ¿Qué era esto? ¿Porqué escribía lo que alguien más ya había escrito? Entonces entendió. Entendió que su error estaba en haber aprendido a escribir prestado. Entendió que desde que las letras no eran suyas, las palabras tampoco eran, menos las oraciones, mucho menos los párrafos y por supuesto, las historias. Lo que tenía que hacer era inventarse su propio alfabeto, sus propias letras. Que fueran sólo de él. Y así las historias también serían sólo suyas.

Para los cuarenta años, Miguel ya no estaba en su casa. Había terminado de desarrollar su alfabeto un año antes de que su madre lo viera irse en la camioneta blanca con los ojos llenos de lágrimas. Desde que terminó su abecedario se puso a escribir. Fue a la calle a gritarle a todo el mundo que sus cuentos eran suyos, que nadie, nadie, los iba a escribir ni los había escrito ya. Que sólo él, Miguel Ciervo, era el autor de "Ξζ ЉζΞþĦ".

domingo, junio 06, 2004

Susan's Hammer

To Emily

Susan woke up in a foggy afterdream, all tangled in sudden recollections of games being played on her by her subconscious. The air was heavy and dense with the dust that came from the outside world. Apparently it was too busy with summer to realize its dust was getting into Susan's room. Susan was also too busy trying desperately to get up. Her eyes could hardly stand the light and there seemed to be a hammer banging repeatedly on her head with a might worthy of Thor or some other mythological god. She quickly succumbed to her desire to make the hammer go away by banging her head on the pillow just one accurate time and go to sleep again.

While asleep, Susan dreamt of what she had dreamt before. Her subconscious kept on playing horrid games on her. The kind of games it was playing on her was the kind that would throw Freud into his closet where he would wish he would never come out and would waste away slowly, tormented by this other person's subconscious's idea of a good time. Still, since Susan didn't quite remember her dream, it occurred to her that it would be better than the hammer banging repeatedly on her head. She was, of course, wrong.

Since having Freud running to his closet and staying there until the day of his death would set back the psychoanalytical studies into complete oblivion, no attempt to describe Susan's dream will be made. Well, maybe just small attempts, just enough to scare Freud into very safe, definitely not dangerous, fainting.

A few minutes later, Susan was awake again. She was in a terribly distraught mood for a number of things. First of all, she had sudden recollections of her dream, again. This made her unstable as she didn't understand it very well, could not remember it completely and felt thoroughly used and on the verge of tears. In second place, she was awake and didn't want to be. Third, the hammer was back. When she finally decided that she would have to stay up to keep away the dream, she started thinking how could she make the hammer go away too. She first tried to talk it into it, but the hammer appeared to be entirely absorbed by the banging and would pay no attention to her. Then she thought maybe covering her head would stop it, but the hammer seemed to be somewhere inside her head, so covering it only intensified the bangs. Finally she realized that if the hammer was inside she must do something to get it out. Her common sense, her childhood mother and aunts, told her to take an aspirin. Her childhood father told her to be strong and deal with it like a man. Her five-year-old ex-boyfriend told her it must be her period or something, maybe they ought to have sex to see if that would help. Her inner adolescent told her to rebel and not do any of the above. Her inner child was crying because a hammer was pounding in her head.

All the shouting plus the hammer did not help at all. She decided to go with the common sense, although not with the childhood mother and aunts, and take a pill. She took two and waited. The hammer was still pounding. So she waited some more. The hammer kept on banging undisturbed with a disdainful face, if it should have had a face, of course. Susan's stomach, on the other hand, had been utterly disturbed, was angry, and wanted retaliation. To appease her stomach she went quickly to the kitchen and made a sandwich with the scarce things lying in the refrigerator.

Her stomach happy and willing to cooperate, Susan went over to her bedroom and almost fell asleep. But she suddenly remembered the steps behind her and the morbid face that was her own in a body she couldn't physically recognize but that in some way, an essential way, was painfully familiar. So she sprang from bed and realized that the hammer was still banging continuously, that her inner child was still crying, and that by no means would she listen to any of the advice the others were giving, as the first one didn't really work.

Her uncommon sense had kept suspiciously quiet. Susan thought she should give it a chance, after all, it also had rights like all the others. What her uncommon sense said was absolutely ridiculous. She laughed a little at the idea and then thought she might just go for a run and see if that would help.

The moment she got out into the sun she knew she had made a mistake. She jogged miserably back into her apartment knowing that all the showering, dressing, and getting ready had been positively a waste of time and that she should not have got out of bed in the first place. The problem was that the sun had overtly given the hammer strength and the banging grew practically unbearable.

The uncommon sense's idea seemed not as bad now, seeing that she had tried about everything except sleeping, which she couldn't try because of the frightful voice and the endless steps behind her, the partial glares at her pursuer, and then the beating during that wonderful Beatles song that she could not, from that moment on, listen to anymore.

A week later, when her lascivious five-year-old ex-boyfriend came looking for her, he found a half eaten sandwich, a Beatles CD playing ceaselessly the same song, some mud on the floor, a shattered mirror, and Susan, laying on the floor. Her face was disturbingly disfigured and a puddle gathered the crimson blood that trickled from a small hole in her head. A note, which made no sense, was found scribbled in the back of a supermarket ticket. The hammer has stopped, it said. The hammer has stopped.

El peligro

La luna colgaba de la oreja de la noche negra y blanda, suave como viento que carga la arena del desierto, como chocolate fundido extendido sobre el pan. Ella caminaba rápido porque la desaparición de la chica que iba delante de ella cuando se le cayeron los audífonos la había asustado un poco y ahora iba sin mirar hacia atrás porque sabía que no había nadie y eso no le gustaba mucho.

Pronto empezó a ver a tres figuras que se movían hacia ella en dirección contraria. Iban platicando entre ellos y ella los vio con algo de envidia, porque se veían muy seguros de que nada les iba a pasar y ella no estaba tan segura de eso ni de nada.

Luego me vio a mí, desde lejos, primero sin saber si era un hombre o una mujer, sólo era una figura. Luego, mientras se iba acercando, oyó mis bolsillos tintineando, vio mi ropa negra, mi cabeza medio calva y de reojo, casi sin querer, por miedo, vio mi cara de casi cuarenta y siete años. Con ese mismo miedo pensó, mientras me pasaba, qué tal si yo fuera un loco violador. Me pediría que usara condón, quién sabe qué enfermedades podría tener (ella, no yo), argumentaría. Sin embargo, seguramente eso le quitaría mucho de la emoción al asunto para mí.

Pero qué tal si tuviera una pistola y de pronto me volviera loco y le disparara, así por detrás. Sólo porque podría parecerme una buena idea, justo entonces. Ella sentiría el calor en su cuerpo y no sabía muy bien si se pararía ensangrentada a tocar en las puertas pidiendo auxilio o si se rendiría exhausta al sueño que le daría el brote abombado de la sangre. Se preguntaba si le dispararía una o varias veces y si me acercaría a darle el tiro de gracia. Luego se preguntó si moriría pronto y una sensación de angustia y temor inundó su ser y le puso la piel de gallina. Todo por un loco que de repente, en una noche obscura decidía matar a alguien, quién sabe por qué estúpidas razones.

Entonces volteé y le disparé. Un solo disparo en lo alto de la espalda del lado izquierdo. No es que sea yo un tipo violento. Es que a veces la paranoia es tan ofensiva...

jueves, junio 03, 2004

El arnés

Hace unos meses una parte de mi mano fue almohada. Claro que no siempre fue así. Hubo un tiempo en el que el pulgar y el resto de la mano hacían una armonía inseparable. Pero durante unas semanas parecía haber una división, explícita e implícita a la vez, de rayas verdes y amarillas con fondo blanco. Esos días irme a dormir era casi regalo; cuando me levantaba siempre había un miedo de mirar mi mano y que ya no fuera almohada pero tampoco hubiera pulgar. De esto sólo sabíamos mi doctor y yo. Él insistió en compartir el hallazgo con la comunidad científica. No me extrañó para nada; desde que iba yo en camino al consultorio, había preparado un corto discurso bastante convincente de porqué no iba a compartir esto. Obviamente ahora, bueno, ya las aspiraciones del doctor son completamente imposibles.

El cambio de mano a almohada en sí, fue bastante paulatino. La primera vez fue una mañana de modorra, cansancio y dolor de espalda. Estaba viendo el reloj despertador con esa incredulidad que nos gana a todos cuando hay que levantarse. En ese momento, según yo, lo que creí observar en mi pulgar había sido uno de esos efectos visuales de cuando estás cambiando de enfoque. Y sí se me hizo raro que mi pulgar pareciera invadido por mi almohada, pero más que horror, el efecto tenía un cierto aire a chiste. Así que me levanté y olvidé por completo lo sucedido. Mi dedo estaba igual que antes al momento de quitarlo de la almohada, por eso mi preocupación, podríamos decir que no era mucha.

Pasaron los días, lentos como melcochas y felices como yo. Pero ya esa mañana no me fijé en nada. Salté de mi cama y me metí a la regadera con los ojos entrecerrados. Cuando tomé el jabón para untármelo felizmente y hacer burbujitas que tanto me gustan, noté que a mi pulgar se le había como adherido un pedacito de tela parecida a la de mi almohada. Casi no se notaba, pero yo soy muy minucioso a la hora de la regadera. Primero me imaginé que sería el efecto del vapor --siempre me han gustado los baños ardientes. Después de un rato de estarme tallando, me di por vencido, bueno, más bien el agua se estaba empezando a enfriar, y mejor me salí de la regadera.

En el trabajo nadie dijo nada. Son unos tontos todos, no ponen atención. No me extrañó para nada que hasta me dijeran alguna estupidez sobre lo bien que me veía. No tienen vergüenza. Cualquiera diría que están en vil automático. Ya después mis sospechas sobre su override se confirmarían. El caso es que para nada tuve problemas. Al regresar a mi casa el asunto se había agravado. No me pesaba mucho el dedo, porque ya se sabe que muy pesadas las almohadas no son, pero sí tenía una cualidad esponjosa nada natural. Decidí llamar al doctor. No me creyó mucho, pero yo insistí en que el asunto era de extrema urgencia y que en verdad tenía que verlo para que entendiera.

La visita fue reveladora. Para el doctor, obviamente, no para mí que ya me las olía. No puedo describir la sorpresa del médico. Claro que intentó tallarme, como si fuera una basurita y como si yo no lo hubiera ya intentado, cosa que le dije pero a la que no hizo caso. Así son los doctores, se creen más inteligentes nomás porque estudiaron miles de años en escuelas extranjeras y pasaron de alguna manera todos sus exámenes e hicieron dibujitos de los huesos. Lo que sí hay que reconocerles es el aguante para eso de la sangre, porque yo con ver unas gotitas se me empiezan a ir los aires y el alma se me va de viaje un ratito.

El doctor me dejó ir con una receta de pomada que a mí me pareció más placebo que medicamento. Como quiera me dispuse a seguir las instrucciones del médico, porque a mí me habían enseñado desde muy chiquito a hacerle caso a los doctores. Por alguna razón siempre me dejaba un sabor dulce en la boca. El problema es que mi horrible condición no sólo no mejoró con la pomada, sino que empeoró terriblemente. Y ahora en realidad no sé si la pomada era un placebo o el doctor me la dio para agilizar el proceso, aún obscuro para mí, por el cual mi dedo gordo se convertía en almohada.

Después de algunas llamadas al doctor, bastante histéricas debo confesar con algo de pena, quien seguía insistiendo en su posición pasiva y de no se preocupe es normal, el médico por fin aceptó verme de nuevo en su consultorio. La situación ahora era mucho más alarmante, mi dedo pulgar era una cosa bastante rectangular y pachoncita. En las noches para nada me quejaba, era sumamente cómodo dormir sobre mi almohada... pulgar. Pero de día, no era muy estético que digamos. Para colmo el doctor no tenía libre hasta las seis de la tarde, o sea que tendría que ir saliendo del trabajo.

Tuve que tomar el camión. En mi estado manejar hubiera sido terriblemente peligroso, así que me aguanté el asco que me provocan las masas chorreantes de sudor, toxinas y piel muerta, la repulsión que me causa el constante ruido de señoras gritando y niños berreantes, el calor y las ganas de llorar. Me subí tratando de fingir que llevaba una almohada cargando y que no era parte de mi mano. Soy bastante buen actor y la almohada no había crecido de manera deforme o con uñas, así que podía pasar bastante bien desapercibido.

Llegué al trabajo y al parecer algo se me había escapado porque había fiesta y era día de vestirse a la hawaiiana. Todos andaban con camisetas floreadas, brassieres de cocos y faldas de hojitas. Los pobres cargaban con su cara de felicidad fingida para caerle bien al jefe y andaban con la mentira del calor, porque todo el piso donde trabajo está siempre congelado por el clima que invariablemente, incluso en invierno, ponen en lo más frío. No se dieron cuenta de mi almohada, pero los imbéciles sí se dieron cuenta de que no estaba vestido como un ridículo y me miraban con cara de "ay, pobrecito, se le olvidó". Sinceramente, hasta la fecha me alegra muchísimo que se me olviden ese tipo de cosas y me precio de seguirlas olvidando. Me sirve como distinción de la plebe constantemente idiotizada.

Por fin se acabó el día, llegaron las seis y me fui bastante harto a la oficina del doctor. Cuando me recibió no lo dejé hablar y le lancé mi convincente discurso con todas las razones por las que no iba a compartir la vergonzosa transformación de mi dedo con un montón de científicos morbosos que me iban a ver como si fuera un adefesio, un error de la naturaleza. No podría soportarlo y el gasto en subsecuentes psicoanalistas y terapeutas no era en absoluto costeable. Pero el doctor, por su parte, ya tenía su propia perorata. Más que nada, su discurso incluía una suma bastante considerable de dinero mezclada con el bien de la ciencia y la humanidad. Sucumbí ante mi parte noble y me desprendí de mis propios intereses para poder traer un bien mayor al resto de los seres humanos. Aparentemente el doctor contaba con que yo iba a estar de acuerdo y había preparado una sala en la escuela de medicina para las siete de la noche.

El doctor estaba haciendo sus preparativos para salir del consultorio. Sólo faltaba que cerrara la ventana. De repente, una duda excepcional pasó por mi mente: ¿el dinero se me pagaría en cheque o en efectivo? Ya se sabe que los cheques luego siempre rebotan; sin embargo, estos días, los billetes falsos circulan por todos lados. Tal vez lo mejor sería que me abrieran una cuenta y me depositaran el dinero ahí. Volteé hacia el doctor, sin cuidado, sin fijarme, con la naturalidad de quien no tiene una almohada por pulgar. Golpeé al pobre hombre por la espalda y la almohada era ya tan grande y la fuerza con que volteé tan precipitada que no pudimos reaccionar ni él ni yo. El médico cayó por la ventana de su consultorio que estaba en el piso diecisiete del edificio. No quise ver cómo había quedado. La gente se agolpaba abajo. Por suerte la cita se había hecho con muchísima discreción y al parecer el doctor ya había tenido otros fiascos con la comunidad científica porque nadie se extrañó de que no hubiera llegado y hasta atribuyeron a su constante fracaso el evidente suicidio.

Yo sigo yendo a trabajar como si cualquier cosa. A veces pienso que tal vez la misión de mi almohada/pulgar era librar al mundo del doctor, porque esa misma noche regresó a ser el dedo que siempre había sido. La conciencia no me molesta. Para mí, todo el asunto es más una mezcla de destino, accidente y fatalidad. Ahora sólo me preocupa que de repente una mañana, alguna otra parte de mi cuerpo se convierta en otra cosa. Y ya. Por eso me compré este arnés que me mantiene suspendido sobre cualquier superficie cuando duermo. Nomás por si las dudas. No vaya a ser.

La ventana

Primero lo vi por la ventana. No puse mucha atención porque estaba en clase. Pero fue escalofriante. No esperaba verlo ahí después de todo este tiempo. Obviamente fingí que nada había pasado, me dije que no era nada, vamos hombre, te estás engañando, la vejez, los lentes, el cansancio, el calor, el estrés, el smog, cualquier excusa. Seguí dando la clase y mis alumnos seguramente pensaron, este viejo loco o algo sobre el alzheimer, raciocinios por el estilo que en realidad no me preocupan mucho. Ya me sé las mañas estudiantiles, quién sabe cuántos apodos tenga por ahí.

Algunos días más tarde me habló mi madre. No suele hablarme, no quiere molestar pero las cosas ya por allá no están tan fáciles. Las bombas salieron en la tele y a parte... la voz se le disolvió de pronto. El asunto se volvió un poco preocupante para mí, yo tan buen hijo, claro... y aparte, en la escuela, la ventana. Sí, era eso. Ya no estaba. Lo habían buscado por todas partes. Y no. Hasta Carolina había hecho que Mauricio ayudara con el obvio movimiento ineludible de muebles y cosas para buscarlo. Pobres. Todos en la casa estaban vueltos locos. No le dije nada a mi madre de lo del otro día y la ventana. No quería preocuparla más, yo tan buen hijo, claro...

Pasaron semanas, tal vez mes y medio, de angustiosa espera. Estaba disperso. Las clases terribles, claro. Decidí pedir exposiciones por equipo de último minuto bajo protestas que rayaban en lo atrabiliario. Mis uñas fueron las primeras en sentir la fuerza de mis preocupaciones, canalizadas a través de mis dientes. Las noches se me iban diluidas en televisión y alcohol barato. De repente un día lo vi otra vez, por mi ventana. Asomándose, viéndome con un aire incontenible de rabia mezclada con injusticia. Lo vi y me cubrí bajo las sábanas y colchas de mi cama.

No fui a clases ese día. Ni siquiera avisé. Y mi récord que no tenía mancha alguna se manchaba de ausencias. Como antes de venirme a la ciudad, cuando vivía con mi madre y yo era tan buen hijo, claro... Y luego las miradas de la gente y mi imposibilidad de no saltar ante cualquier reflejo sobre el agua o algún destello de luz en los vidrios de las estanterías. Mi madre, pobre, siempre preocupada, mirando cómo me tragaba lo obscuro de mi cuarto. Carolina apenas conocía a Mauricio y no tenía tiempo para mí, y yo siempre estuve algo celoso tengo que admitirlo. Sobre todo porque fue precisamente Mauricio quien sugirió que yo me fuera a la ciudad, para que me distrajera y diera clases y no estuviera asustando a la gente, y yo, tan buen hijo, claro, me fui obediente y di clases. Y todo iba bien. Pero luego, verlo otra vez por la ventana y que en mi casa no lo encontraran por ningún lado.

Y entonces, la llamada. Carolina sollozando, la voz de Mauricio y un aire a blanco esterilizado en el fondo. Mamá en coma, hay que ir para allá de inmediato. Pero no. Mejor no. Mejor me quedo aquí, porque yo me lo traje para acá. Y por eso ya no está en la casa. Que me venga a buscar. Yo me encierro otra vez en mi cuarto, como antes, para que deje de molestar a otra gente. Especialmente a mamá, tan buen hijo yo, claro. Claro, tan buen hijo yo.

Géant

El gigante me tomó en su mano, se levantó y fuimos hasta el estadio. Entramos y nos pusimos discretamente en uno de los extremos donde no había gradas. Entonces el gigante, con los ojos fijos en la nada, levantó sus manos hasta el techo y comenzó a moverlo de un lado a otro. Por entre sus dedos pude ver que en el extremo opuesto, el rey hacía exactamente los mismos movimientos, como si fuera un titiritero con quién sabe qué obscuros poderes. Cuando por fin las columnas cedieron, el gigante volvió en sí y me apretó en su mano.

Al encontrarnos entre los escombros le grité, "¡Corre! ¡Escóndete! ¡No vuelvas nunca más!", mientras los ojos se me llenaban de lágrimas. Lo que sí hay que reconocer es que nuestro difunto monarca tenía las ideas más originales cuando de suicidios se trataba.