cuentos pellícanos

jueves, junio 17, 2004

Ξζ ЉζΞþĦ

No decidió ser escritor. Simplemente había nacido con una necesidad de poner las cosas en papel o en muro o en lo que fuera, pero ponerlas. Su escritura avanzó como todas. Su madre tuvo que poner papel en las paredes para no tener que lavarlas a diario de dibujos de crayón. "¡Miguel Ciervo!", le gritaba, "En cinco minutos viene la visita y tú rayando todas las paredes. ¿Qué me quieres volver loca?" Miguelito se le quedaba viendo con ojos cristalizados, de esos con los que las mamás no pueden enojarse. Al final lo llevaba a su cuarto, tapizado con papel, por supuesto, y lo encerraba ahí hasta que se acabara el té, el café, la reunión, la fiesta o cualquier cosa que estuviera pasando y a la que Miguelito no estaba invitado. A él no le importaba mucho quedarse en su recámara. Siempre y cuando hubiera crayones y papel, y siempre había, no pedía nada más. Bueno, a veces limonada o galletitas, pero nada más.

Su escritura era malinterpretada como dibujos. En realidad estaba en su fase jeroglífica. No tardaría mucho en pasar a ideogramas y luego, con ayuda de su madre, a comenzar a intentar trazos más definidos. Pero todo le venía corto, porque nunca podía escribir las historias que estaba pensando. Los dibujos no decían exactamente lo que quería decir y los nuevos trazos le eran insuficientes. Entonces, entró a la primaria.

Desde el principio Miguelito detestó leer. Miguelito no quería leer. Quería escribir. Escribir era muchísimo mejor porque se leía y se escribía al mismo tiempo. Leer era nada más leer y ya. Desde que entró a la primaria, Miguelito dejó de escribir las historias que inventaba. Pensó que sería más inteligente aprender perfectamente el arte de hacer bolitas y palitos y luego juntarlos para que fueran letras y luego juntar letras con otras letras para que fueran palabras y luego palabras con palabras para que fueran oraciones y luego oraciones con oraciones para que fueran párrafos y luego párrafos con párrafos para que fueran sus historias, que arrancarse a lo estúpido escribiendo cualquier babosada nomás por la emoción de que ya aprendió a hacer la be.

Para cuando llegó a quinto de primaria ya tenía dominado el arte de escribir. Más bien, tenía dominado el arte de la caligrafía. Su letra siempre era la más bonita. Pero por ahí de cuarto de primaria le presentaron a la sintaxis. No se la presentaron con ese nombre, de hecho no se la presentaron con ningún nombre. Nomás se la aventaron en la cara y él, que no sabía que había algo por el estilo, se quedó sorprendido de que para escribir se necesitara más que poder hacer las letras y juntarlas y... bueno, todo el proceso descrito antes. Pero desde que supo que iba a tener que sintaxear para poder escribir sus historias se metió de lleno.

Cuando acabó la secundaria, ya tenía todo lo que necesitaba. Llegó a la preparatoria y escribió como loco. Lo suyo eran los cuentos. Cortitos, así le gustaban. Quedó tan satisfecho. Se sintió un poquito más ligero, como si trajera piedras en la bolsa y de repente le quitaran una. Pero tenía muchas, muchas piedras en el bolsillo de su cabeza.

Todo escribió y en tres años ya tenía alrededor de 150 cuentos. Nunca se los había dado a leer a nadie, porque no sentía especialmente la necesidad de que nadie más que él los leyera, mientras los escribía claro. Pero el último año de preparatoria, Miguel (ya no le gustaba que le dijeran Miguelito) conoció a su maestra de literatura Laura Guadayejo. Hablaba muy bonito de lo que la gente escribía. Hablaba como Miguel escribía. Al menos eso pensaba él. Un día después de clase le dijo que él escribía y que, si no le importaba, le gustaría que leyera uno de los cuentos que había escrito. La maestra encantada, claro que sí, qué bueno que escribes.

Laura Guadayejo, en su casa, sacó su libro de Edgar Allan Poe. Después, en el salón, llamó a Miguel y le preguntó, con bastante aspereza, si aquello era una broma. Miguel estaba perplejo. ¿Una broma? ¿Porqué? ¿Tan malo era su cuento? Y no, su cuento, si así lo quería llamar, era muy, muy bueno. El problema, es que ya alguien más lo había escrito. Palabra por palabra, línea por línea, alguien más, ya había pensado y escrito su primera piedra. ¿Pero cómo? ¿El hombre que sentado veía una isla, cuando de repente un hada cruzaba volando? Pero si él la había dibujado cuando era chiquito. La maestra se le quedó viendo. ¿Nunca has leído a Edgar Allan Poe? ¿Él fue el que lo escribió? Sí. Y entonces Miguel vio luz. Tal vez este tal Edgar había visto su cuento y lo copió. No, Edgar Allan Poe, Miguel, está muerto. Desde hace mucho tiempo. Miguel, que nunca jamás había leído nada de alguien más se quedó mudo. ¿Todo ya está escrito? Sí, todo ya está escrito. Le contó rápido a la maestra de sus otros cuentos. La mano, amputada de un general, que cobraba vida, el hombre que escupía conejitos, el gato emparedado, el hombre pájaro que volaba para salvar a su princesa, el accidente automovilístico plagado de paréntesis, el hombre que recordaba todo, todo, el trío de hermanos retrasados que degollaban a su hermanita y la mujer que era inevitablemente víctima de intentos de violación por culpa de su madre. Cada vez que le decía cómo era la historia, la maestra decía rápido el nombre de algún autor que o estaba muerto o había escrito mucho antes que él.

Miguel se fue. Se fue del salón. ¿Qué era esto? ¿Porqué escribía lo que alguien más ya había escrito? Entonces entendió. Entendió que su error estaba en haber aprendido a escribir prestado. Entendió que desde que las letras no eran suyas, las palabras tampoco eran, menos las oraciones, mucho menos los párrafos y por supuesto, las historias. Lo que tenía que hacer era inventarse su propio alfabeto, sus propias letras. Que fueran sólo de él. Y así las historias también serían sólo suyas.

Para los cuarenta años, Miguel ya no estaba en su casa. Había terminado de desarrollar su alfabeto un año antes de que su madre lo viera irse en la camioneta blanca con los ojos llenos de lágrimas. Desde que terminó su abecedario se puso a escribir. Fue a la calle a gritarle a todo el mundo que sus cuentos eran suyos, que nadie, nadie, los iba a escribir ni los había escrito ya. Que sólo él, Miguel Ciervo, era el autor de "Ξζ ЉζΞþĦ".